Traceur
Por. Fénix Figueroa V.
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| Foto tomada de su perfil |
Por alguna razón que solo el algoritmo conoce, hoy el feed del insta —que por cierto casi no visito— me arrojó el post de un amigo al que no he visto desde hace algunos años. Hace menos de una hora veía esa publicación y si me lo preguntas no recuerdo de que trataba con precisión, pero te lo puedo resumir en una palabra: parkour.
Desde que lo conocí, en aquella época cuando estudiaba, trabajaba y dormía poco, en su vida el parkour era casi como el aire que respiraba. Un chico sencillo, misterioso, pero de sonrisa fácil y contagiosa. Ha decir verdad no recuerdo cómo nos volvimos amigos, ni siquiera cuando comenzamos a hablar.
Lo que no olvido es la primera vez que lo acompañe a "entrenar". Lo pongo entre comillas porque en aquel momento recuerdo haber pensado: "este nomás vino a jugar al parque". Y es que era como ver a un niño pasando del pasamanos a un apilado de bloques de concreto, luego a la estructura de tubos sin sentido y colgarse de cabeza. Siempre sonriendo.
Creo que desde ese día me atrapó, como el gato en la tienda de antigüedades en la cinta de Hayao Miyazaki. Al igual que una reliquia con una historia oculta, ese chico era un cubo Rubik por resolver.
Pero ¿Por qué?
Justo como un gato, era la mezcla entre salvaje y delicado. En un momento estaba corriendo y brincando de un muro a otro, al siguiente de pie frente a un grupo de jazz callejero, apreciando la música. Y días después actuando en un teatro, en su papel de "el amo de la noche".
Es curioso que solo puedo recordar su rostro de dos maneras. La primera, como dije, con una sonrisa, usualmente burlona; la segunda con un gesto serio, el cual a la fecha no logro definir. ¿La razón? Una mirada que se veía más bien triste, con un lunar que parecía quebrarla desde lo más profundo. Nunca habló mucho de su pasado, pero podía darme cuenta que no había sido fácil.
Tal vez por ello, siempre que hacia un trazo, en algún momento antes de saltar se frenaba. Las veces que lo ví hacerlo no comprendía nada, imaginaba que siendo experto en ello podía visualizar el movimiento y anticipar una posible caída, pero no me convencía. En cada ocasión lo miré tomar impulso, correr como si su vida dependiera de ello y al último momento frenar, aún si con ello terminaba en el piso.
No lograba entender porque lo hacía. A mis ojos, limitados a mi percepción poco aventurera de la vida, era una tontería detenerse para alguien como él. Sí, alguien que parecía no temerle a nada, que podía subir al techo y luego brincar al piso sin temblarle las piernitas, que podía hacer ejercicio en plena calle sin importarle los comentarios de "el que dirán".
Pero hoy, años después, entendí que no era el miedo el que lo frenaba, no ese miedo a caerte y romperte la madre o hacer el ridículo. Más bien es que a veces ese muro, la banca o el obstáculo que sea, toma la forma de uno mismo. Es a ti a quien debes saltar, pasarte por encima y aterrizar un paso delante. Pero, así es siempre en la vida ¿No?
Hoy, años después, entiendo que no todos los saltos se dan con los pies, algunos se dan con el corazón, otros con la mente, con el alma y hasta con la fe, por trillado que se escuche. También, reconozco una gran admiración, así como una enorme gratitud por haberme enseñado que la mejor manera de sobre llevar la vida es fluyendo.
El mundo es un libro enorme en el que hay trazos de colores que van rolando entre páginas, mientras otros se quedan en su cuartilla para contar otras historias.


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