El fino arte de hacer tacos
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Foto: Diario de Querétaro |
Por Fénix Figueroa
En las recomendaciones nutricionales de los doctores siempre se incluye la de cenar ligero, para los habitantes de la Ciudad de México eso se traduce en "me da cinco de surtida con todo", ah y en "un Boing de mango por favor" –porque pedir coca significa romper la dieta.
Los puestos y locales de tacos de día son bien recibidos, pero de noche se vuelven el oasis de noctámbulos y trabajadores. Mi favorito es el de la esquina frente al edificio grandote, bueno ni tan grande, dónde todas las noches se ve una variedad de comensales y dónde el señor don Pepe me deja pagarle después si no traigo (privilegios de cliente frecuente).
Llego y como de costumbre busco el banquillo de la esquina –el que está frente al comal– porque ahí el patrón no se da cuenta cuando su mujer me pasa de contrabando unas cebollitas bien tatemadas, pero mi lugar ya está ocupado. Es viernes y los viernes siempre se atasca al doble, ni modo, me toca comer parado.
Me entretengo unos instantes en la destreza de Don Pepe al armar uno tras otro los tacos y órdenes de los clientes, colocando la cebolla y cilantro con precisión sin olvidarse quiénes los pidieron con todo o sin verdura. También miro a su esposa, una señora muy guapa pero bastante acabada para su edad, que maneja las tortillas y cebollines con tremenda habilidad para no quemarse. Ambos están entretenidos en su faena y yo en observarlos, hasta que el señor me mira.
– ¡Jóven! Que milagro que se deja ver por acá, ¿por qué ya no había venido? Yo hasta dije, segurito ya le salió un pelo del Pancho –dice casi gritando, su mujer suelta una carcajada mientras Pancho, el mesero, lo mira de reojo furioso.
Pancho es además su hijo. Les ayuda desde los quince en el negocio, atendiendo las mesas y rolando las órdenes, servilletas, limones, la salsa, despachando las bebidas, ah y por favor límpiame bien la mesa. Cuando comenzaban, hace un par de años, una clienta se quejó por un pelo en su taco y acusó de inmediato al mesero. La señora tiene fama en la colonia por hacer lo mismo en todos los locales de comida para no pagar, pero con tal de no hacer dramas le regalaron la orden.
La siguiente visita de "doña pelos", como la apodaron, habían resuelto a usar todos un gorro de cocina y como ya no tuvo pretexto no le quedó de otra más que pagar. Nunca más se volvió a parar en la taquería, pero desde entonces se quedó la burla para el pobre y bien peinado Pancho.
– No jefe como cree, es que estuve re' malo de la panza y no podía comer grasas.
– No hombre, los doctores no saben nada de lo que es bueno pa' la panza, se hubiera venido y aquí se cura. Vieja– le grita a su mujer– sírvele al jóven– pero la señora ya hace rato comenzó a preparar mi orden y casi enseguida me la entrega, con su buena ración de cebollitas.
Los clientes se van rápido, la mayoría se lleva la cena a sus casas pues en el puesto no hay mucho sitio donde sentarse, yo siempre me quedo bastante porque vivo muy cerca y sobretodo por la conversación; los comerciantes del barrio siempre son como periódicos, se saben todos los chismes. Mi lugar se desocupa, lo alcanzó rápidamente antes que alguien más lo gane.
En el otro extremo de la barra hay dos chavos que tienen poco de haber llegado y esperan dos órdenes de pastor. Me llaman mucho la atención porque uno de ellos es muy güero, como rosita de la piel, y se ven muy fifis para la zona. Hablan muy bajo pero alcanzó a escuchar que no es español, parece más bien francés o portugués o sepa la chingada.
– ¿Otro jóven?– me pregunta la señora, sólo atino a asentir con la cabeza para que no se me salga el bocado, mientras me sirven continúo mirando de reojo a los fresas.
La gente ya se ha ido, solo quedamos los güeros y yo. Alcanzo a escuchar mejor la conversación; es italiano. Ambos tienen ya sus tacos en la mesa pero el rosita los mira confundido, como si no supiera que se los debe comer. El otro chavo le dice algo en su idioma y luego lo repite en español, para entonces no soy el único que contempla la escena, hasta Pancho se ha puesto a mirar indiscretamente.
Por lo que escucho entiendo que el rubio se llama Milo y que su amigo intenta explicarle cómo comerse un taco. Pues ni que fuera cosa del otro mundo, me digo a mi mismo, nomás es cosa de agarrar las dos orillas de la tortilla y pegarle un buen mordisco. Pero para Milo el desafío parece estar en otro nivel.
A los mexicanos nos enseñan desde chiquitos a enrollar un taco, bueno, ni siquiera es que nos enseñen, simplemente lo aprendemos de ver a nuestras madres hacerlo. No hay necesidad de decirle a un niño "mira agarras la tortilla en tu mano y con los dedos de la otra empujas la orilla hasta formar un churro", no, en México lo haces delante del niño una vez y santo remedio. Es como una habilidad con la que nos bendicen nuestros ancestros.
Pero al pobre de Milo se le cae la mitad de la carne en el primer intento.
–¿Quiere que le traiga un tenedor, jóven?– pregunta muy atenta la señora, pero su buena voluntad solo consigue detonar la carcajada común, hasta la del italiano que no entiende nada.
Me pregunto si de verdad será muy difícil comerse un taco siendo extranjero. Para nosotros es como respirar, está en nuestra sangre y herencia cultural, y es que en ningún otro país del mundo se come tacos como en México.
Aquí nosotros lo hacemos con gala: la técnica secreta es arropar completamente el relleno de carne, verdura y salsa con los bordes de la tortilla, luego hay que encontrar el punto de equilibrio perfecto para colocar los dedos y levantar el molote hasta la boca, con el grado de inclinación preciso en el que no se derrama ni una cebolla y que todo buen mexicano parece traer calibrado en la muñeca.
Después de muchos intentos y risas, Milo consigue llevarse un taco a la boca sin tropiezos en el camino. Sonríe, orgulloso de si mismo y dice algo en italiano. Pero su amigo comienza a mascar la segunda orden.
Al final del día parece que el arte de hacer un taco es cosa solo de mexicanos.
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