La polilla muerta
Por Fénix Figueroa
Hace un par de días una polilla se instaló en mi lugar de trabajo. Al inicio la ví revoloteando cerca de las lámparas, la saludé con amabilidad, tal cuál lo hago siempre, luego se posó en una de las cámaras de vigilancia y me causó gracia, pensé que mis superiores verían la imagen oscura y sospecharían que la cubrí con motivos ilícitos.
A diferencia de muchas personas su presencia no me molesta ni asusta en absoluto, por el contrario me agradan, de modo que se volvió mi compañera de trabajo. Al día siguiente dejó su afán de incriminarme mudándose de la cámara al techo, entre dos lámparas. Muda e inactiva su presencia me daba calma.
Está mañana la encontré muerta sobre un reborde de la puerta, me volví a quedar sola.
Me pregunté si había muerto naturalmente, me refiero a haber cumplido su esperanza de vida, por lo que entonces sería una polilla viejita. Pero mi teoría más acertada es que murió de frío, pues en este lugar la temperatura desciende varios grados respecto del exterior, además por noche las luces se apagan y eso lo vuelve más gélido aún.
Pensé con tristeza en su sorda agonía y me di cuenta que fue casi un suicidio. La pequeña se había instalado muy cerca de la puerta, pudiendo salir cuando los rayos del sol la azotaban y volvían tibia, cuando afuera no caía algún chaparrón. Tuvo un par de días para percatarse que por la noche se volvía un congelador, aún así se quedó.
¿Por qué? Los animales tienen el instinto de supervivencia mucho más ávido que el hombre, generalmente si se encuentran en una situación de peligro buscan la manera de alejarse, por ello no lograba comprender que se hubiera quedado.
¿Sería acaso que se enamoró de mí? Definitivamente no era eso, sería muy ambicioso de mi parte creerlo. Quizá solo era una solitaria cómo yo, que busco y encontró compañía en un espécimen de otra especie. Tal vez las polillas y los humanos no somos tan distintos.
Si lo pensamos cuidadosamente, las personas somos como polillas solitarias. Llegamos a un lugar que nos ofrece calidez intermitente, pero también la certeza de un daño mucho mayor, y elegimos quedarnos a gozar de los pobres beneficios a cambio de un costo elevado. La vida humana es tan efímera como la de la polilla, y me atrevo a decir que ellas la viven y gozan mucho mejor que los hombres.
Tal vez mi pequeña amiga solo eligió morir dónde fuera estimada, que su cuerpo no quedara botado como un trozo de basura en cualquier pavimento o jardinera. Tal vez conoció la muerte de los hombres; solitaria, abandonada en la tierra con un bloque de cemento encima con letras grabadas que al final se olvidan, entonces decidió quedarse sabiendo que al menos durante unos días sería recordada.
Su cuerpecito inerte lo guarde entre las páginas de un libro, pronto se quebrara en trozos pequeños (efecto natural) y probablemente deje una huella en el papel. Querida mía, lo lograste.
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