Baba de perro

 Por Fénix Figueroa

 


En el rincón del cuarto bramaba la perra.

Hambrienta.

Había estado comiendo con glotonería desmedida, su vientre comenzaba a rozar las baldosas del piso mientras se relamía el hocico todavía lleno de coágulos y pellejos.

A su alrededor se formaba un charco cuajado de color marrón oscuro –cerca del negro– era pestilente; las moscas se hacinaban sobre él empujandose al vuelo para posarse en el mismo pedazo. A la perra parecía no molestarle, al contrario, se le veía más deseosa, con la lengua colgando y escurriendo los chorros de baba, los ojos eran dos negras aceitunas encendidas de brillo por debajo de la pupila. Se le asomaban los dientes cochinos al jadear y de cuando en cuando daba algunos pasos torpes, se tiraba sobre el culo y con gran trabajo se llevaba la pata detrás de la oreja rascando impetuosa.

Era una perra horrible. Diríase que era negra pero eso es mentira, más bien su color era un blanco sucio, tan lleno de mugre que lucía negro. No ladraba, solo sabía gruñir y lamerse los bigotes, mirando en correspondencia los otros pares de ojos.

Pasaba la mayor parte del tiempo sobre el charco que ella misma había formado, a veces desaparecía nada más y luego de un rato se le veía de nuevo en su lugar como si nunca se hubiera ido.

Parecía burlarse, reírse como una loca de las voces al otro lado de la habitación.

Esos murmullos que sin duda hablaban de ella con desprecio y repulsión, sin embargo sabía que sobre todo con miedo, uno muy profundo que se acercaba en ocasiones al respeto.

Pero la perra no tomaba las decisiones, ella solo estaba ahí, reculada en el piso aguardando el bocado.

Y pese a la gula sabía ser paciente, aguardar, lo que podría hacer cualquiera con la certeza de que algo sucederá. 

Por eso no le importaba ni el tiempo, ni las pulgas chupando su carne o la inmundicia acumulada bajo sus patas. La podredumbre ya le era natural, un precio justo a pagar por un trozo de carne.

La nariz le brillaba de mocos, amarillos y viscosos originados con certeza por alguna infección; en los ojos se escurría la misma pus.

Escuchó un berrido, un jadeo patéticamente ahogado y el murmullo. Los ojos del otro lado de la habitación la miraron todos de golpe; ellos también tenían la certeza de que estaba a punto de ocurrir. 

Dentro de nada uno de ellos alimentaría a la perra como todos lo harían a su tiempo; ya estaba escrito, sin cura ni escape.

Pareció sonreírse, luego comenzó a babear.

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