Nieve en la ciudad

Por Fénix Figueroa



Quién dice que en la ciudad de México no hay nevadas, a los niños de la vecindad les ha tocado ver más de una aunque no todos puedan narrarlo después.

El ciclo del agua consiste en el cambio de estado de la misma: en su forma líquida comienza a evaporarse con ayuda del sol, luego se forman las nubes en el cielo. Allá arriba la temperatura desciende y es lo que permite al vapor volver a condensarse, así vuelve a ser agua cuando comienza a llover. Pero algunas veces se torna mucho más frío y se forma hielo, es decir un estado sólido, al que conocemos como granizo.

A los habitantes de la ciudad de México nos han dicho que nunca podremos ver nevar, pero la tarde de ese viernes sería distinta. En general podría decirse que en casi todo el país no hay nevadas, la razón es que geográficamente nos encontramos en un punto en el que el clima es tropical, por eso el agua nunca se solidifica tanto como para ser nieve.

Pero en algunas raras ocasiones las granizadas del verano se vuelven salvajes e intensas, como ese viernes cuando la lluvia –llegada desde las cuatro– bajó del cielo a la tierra como si los dioses escupieran el océano entero, y en ese escupitajo marino se colaron los glaciares previamente masticados por Tláloc.

En "el predio" –como se le conoce a la vecindad donde se hacinan docenas de familias– los rocones de hielo golpean con fuerza los bajos cielos de lámina, al interior de las viviendas el ruido es tan estridente que no se puede ni conversar. A los niños les encanta salir a jugar porque los pasillos son estrechos y se inundan rápido, dan la impresión de ser canales, como estar en Xochimilco, aunque nunca lo hayan visitado.

Los padres se preocupan mucho durante la temporada de lluvias. Las casuchas se llenan de agua desde la cocina hasta el baño;la ropa, los muebles, todo queda empapado y en ocasiones la instalación eléctrica –conectada a cada hogar directamente del poste– no resiste la humedad y colapsa dejando la vecindad a oscuras, incluso durante días. El gasto durante esos meses puede ser fatal para todos.

Sin embargo y pese a los contratiempos, los adultos también disfrutan de los chaparrones, especialmente por ver a los niños jugar en los charcos. Mientras los infantes se divierten los mayores lo hacen a su manera. Todos se reúnen a jugar dominó en la entrada de la vecindad, que es el espacio más grande y completamente techado. Cuando no llueve, las tertulias se organizan al fondo, en torno a un viejo pozo.

El abrevadero lleva muchos años ahí, ya estaba cuando llegaron al terreno y se instalaron. Con el paso de los años se ha ido secando desde el acuífero que lo alimentaba, ahora solo es un armatoste de piedra lleno de recuerdos y grillos, y que la hace a veces de mesa. Solo durante el verano, cuando las nubes lloran sobre la ciudad, vuelve a llenarse de agua desde el fondo hasta desbordarse.

A las cuatro comenzó el chubasco con intensidad, el cielo ya había acumulado mucha agua y cayó de golpe desde el inicio. Los niños no saldrían a jugar hasta poco más de las cinco, cuando ya habían terminado las tareas de la escuela. Los jefes del hogar empezaban a llegar y a reunirse en la entrada, dónde ya se había armado una mesa improvisada con una tabla sobre un par de botes.

Las fichas del dominó bailaban sobre la madera mientras las señoras a un costado platicaban y comían pepitas sentadas en banquitos de madera. El ambiente esa tarde se sentía especialmente agradable aunque también bastante helado, ese sería sin duda el día más frío. Los adultos se calentaban bebiendo mezcal, los niños tiritaban empapados en el pasillo sin importarles nada.

A los pocos minutos el estruendo sobre las láminas se volvió más fuerte, como si el cielo se empeñara en quebrarles el techo y la diversión. La granizada los hizo correr despavoridos al interior de los cuartuchos y durante al menos veinte minutos se vieron obligados permanecer dentro, de vez en cuando alguno asomaba las narices y el rabillo del ojo para ver si se podía salir, pero de inmediato tenía que volver a cerrar la puerta si no quería ser golpeado por los granizos.

Cuando por fin cesó la lluvia y el silencio descendió como un manto, el escenario se volvió hermoso y los llenó de alegría: sobre el piso de toda la vecindad, se extendía una gruesa capa de bolitas blancas congeladas. Los chiquillos corrieron y se apresuraron a reunir la mayor cantidad en un rincón; los mayores entendieron pronto la intención y también pusieron manos a la obra. Se hicieron varios montículos y poco a poco comenzaron a darle forma.

La oportunidad de hacer un muñeco de nieve en la ciudad los ocupo durante bastante tiempo; reían, jugaban, eran tan felices que se olvidaron de un pequeñito que jugaba cerca del pozo. Nunca nadie supo cómo acabó dentro del mismo ya que no había manera de que subiera por si solo la barda de ladrillo, tan solo tenía tres años. Para cuándo se percataron de su ausencia ya era tarde, el agua le había inundado los pulmones ahogándole la vida. 

Los ancianos decían que los dioses lo habían reclamado, que seguramente era hijo de uno de ellos y habían mandado la "nieve" para distraerlos y así bajar por el alma del pequeño. Las señoras del mitote decían que alguien lo había metido de mala fe, los señores se convencían de que fue un accidente, pero al final no hubo respuesta clara.

Lo que si es verdad es que ninguno de ellos olvidaría el día que nevó en la ciudad, ninguno, especialmente los niños quienes creyeron ser los culpables quitándole la vida al bebé para dársela a un muñeco de nieve que hasta la fecha sigue en pie.

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