Las hormigas del fin del mundo

 


Por Fénix Figueroa

En las semanas recientes había comenzado aquello que los románticos llamaron el fin de mundo, para los más positivos sólo fue un ajuste de cuentas que alteró la realidad acostumbrada. Pero por supuesto nadie lo sospechó.

Fue una invasión paulatina, como las manifestaciones en el Zócalo de la Ciudad de México cuando lo cierran; cuando menos te das cuenta hay un océano de marabunta a tu alrededor. Durante algunos meses comenzaron a aparecer pequeñas y grandes bases (militares) del enemigo por todas partes. Un día no había nada y al siguiente ya estaban ahí.

Trabajaban de noche arduamente, cuando el sol y la vigilancia parecían no existir. Muchos obreros murieron en la construcción de los fuertes, y aunque las jornadas eran extenuantes cada día se sumaban más y más jóvenes a las filas. La muerte ya no era problema pues sabían que de sus sacrificios se cosecharía la gloria en el futuro.

Los animales fueron los únicos en percatarse de la situación. Preocupados y después de algunas reuniones –también nocturnas– decidieron actuar para frenar a los rebeldes. Entonces los perros orinaban los fuertes, las aves los picoteaban, las ratas cavaban en su interior y los sapos cantaban sin cesar atrayendo a la lluvia, todo con el propósito de derribar sus endebles estructuras. Si no tenían suficientes búnkeres no podían albergar tantos soldados.

Pero los rebeldes tenían convicciones más fuertes y resistieron dignamente. A los perros se les metían por la nariz, se le subían por las patas y mordían simultáneamente sus genitales; trepaban hasta los nidos de las aves y derribaban los huevos; a las ratas les tendían trampas de veneno, mientras que devoraban a los pequeños renacuajos. Y dónde era derribada una de sus edificaciones levantaban dos más.

La batalla había cobrado un carácter de defensa, algo que no esperaban ni habían previsto. Así que decidieron tomar medidas. Un día los animales dejaron de atacarlos, pero por supuesto nadie lo notó. 

El plan retomó su curso. Un grupo trabajaba en la construcción –ahora también durante el día– reforzando las bases existentes y perfeccionando los nuevos diseños. Otro grupo se entrenaba para la batalla como fuerzas especiales, mientras el último se encargaba de procrear nuevos soldados y obreros.

Todo estaba perfectamente planeado: el gran día sería el último del año, cuando los enemigos bajaban por completo la guardia al entrar en un estado de letargo por horas. Ellos –los rebeldes– aprovecharían el desmayo para destruirlo todo y apoderarse de sus palacios. Sería la Troya del nuevo mundo.

Y así ocurrió. La madrugada del 31 de diciembre, cuando el silencio fue absoluto comenzaron las movilizaciones. Los animales, con quién además de la tregua habían firmado una alianza, montaron las guardias desde los hogares humanos o desde las calles, silenciando a quienes intentaran alertar a los demás.

Por su parte, el ejército líder operaba la tarea más difícil: destruir tanto como fuera posible, principalmente los transportes y armas. Para la mañana del siguiente día en ningún lugar se veían cerillas, encendedores; no había corriente eléctrica, los vehículos no tenían llantas; las armas de fuego y los zapatos y medios impresos habían desaparecido por completo.

Los humanos despertaron, bueno "despertaron, en medio de un caos total con la cara tiznada y los pies descalzos. En la alameda central se erigía un montón de objetos carbonizados. La pila era monumental, tan grande que bien habría podido compararse con la mismísima Muralla china, y que seguramente las civilizaciones extraterrenas contemplaban desde el espacio.

Sobre la montaña carbonizada –todavía humeante– se levantaba victoriosa una pequeña hormiga, a sus pies, a lo largo de la que fuera la pira más grande nunca antes vista, y extendiéndose por varias manzanas, se apiñaban millones (que digo millones, billones) de hormigas de todas las especies, cuyas antenas vitoreaban hacia lo alto de la quemazón.

La líder, ante la mirada estupefacta de los humanos, se aclaró la garganta y pronunció uno de los más bellos discursos revolucionarios –además triunfador– desde que había comenzado el movimiento, aunque en la opinión de muchos no estuviera ni cerca de ser el mejor. Sus allegados aplaudían y coreaban algunas de las consignas libertarias. La cara, como de diablo burlón, sería en adelante la bandera del nuevo mundo.

Los hombres no pudieron entender una sola palabra, sin embargo no les fue tan complicado advertir la derrota. Para entonces de nada servía pensar que debieron haber destruido, aniquilado, todos y cada uno de los hormigueros que habían comenzado a aparecer de la nada. De haberlo hecho la historia fuese otra, y esta narración no sería más que una ficción en la cabeza de un loco.


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