Del miedo al miedo


 

Por Fénix Figueroa

Toda mi vida he sido una cobarde, de esas que ven películas de terror de día y con la luz encendida, y luego ven la parodia para poder dormir en la noche. Lo confieso, me asustan los fantasmas y los rostros que se forman en la ropa al apagar la luz.

De niño uno se la vive creyendo que la solución a todo es volverte adulto, especialmente el remedio para el miedo, pues siempre vemos a los mayores enfrentarse tan fácilmente a aquello que nos aterra. Y si, al crecer la mayoría deja de asustarse ante la oscuridad o los monstruos clásicos de la pantalla grande.

Pero si me lo preguntan les diré que no, crecer no soluciona nada. La edad no te vuelve más valiente y por el contrario solo sustituye tus miedos infantiles por unos peores; por los tangibles y reales, de esos que suceden a la vuelta de la esquina a plena luz del día.

Bueno, tampoco es como si ahora que soy mayor haya dejado de correr desde el baño a la habitación, para luego saltar a la cama cuál luchador, todo con tal de evitar que me jalen las patas (ya no enciendo la luz del sanitario, ya soy niña grande). Ni he dejado de dormir con la espalda contra la pared, por si acaso algún monstruo me observa (como si el hecho de verlo lo hiciera desaparecer, si existiera claro).

Viéndolo de este modo, creo que al volverme "adulta" también me volví más miedosa. Ahora ya no solo son los espectros y fantasmas, también está la realidad, y esa sí no desaparece ni con el agua bendita y tres padres nuestro. 

Realidades como el paso del tiempo, siempre acompañado de la percepción de fracaso, de sentir que vas retrasado, porque claro, te vienes comparando con alguien más. También está el eterno sentimiento de abandono y soledad, pensamiento que curiosamente siempre llega cuando no eres ni muy viejo ni muy jóven.

Luego viene otro terror, para nada común entre los mexicanos –ajá. Es ese miedo que toma el camión, hasta paga su pasaje, y luego muy lion pregona a todo pulmón "ya se la saben mi gente". Pero a las mujeres nos asusta mucho más el que echa piropos, el que te sigue de noche –o de día– y hasta te mete mano o arrima su cuerpo en el transporte, ese, el que te destruye y a veces hasta te mata.

Sin embargo el mayor temor de la vida adulta es sin duda –al menos para mí– el de la muerte. Más allá de la propia está el de los seres queridos; la pareja, los hermanos, los hijos y sobre todo los padres. Bien lo decía Alma Delia Murillo, no importa la edad que tengamos nunca estamos preparados para convertirnos en huérfanos.

Dicen que la infancia se acaba más o menos a los once o doce años, cuando comienza la pubertad, pero la verdad es que termina hasta la muerte de nuestros padres. Tener papá y mamá, aún si tienes cincuenta años, te hace sentir seguro, acompañado; tras su muerte quedan los asientos vacíos en la mesa, sin nada ni nadie que pueda llenarlos (pobres de nosotros los solteros).

Los momentos más aterradores los he vivido por situaciones fuera de la pantalla grande o chica, porque el efecto de una película o serie de terror se difumina después de unas horas, de unos días si eres muy sugestivo, pues nuestra mente sabe que es una ficción, pero ante la realidad ¿cuál es nuestra salvación?

Hay de miedos a miedos, para todo tipo de cobardes.


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