El universo en el sostén
Por Fénix Figueroa
A ella le gustaba amamantar. La mayoría de las que son madres dicen que no es nada grato, que duele, sobre todo cuando comienzan a aparecer los dientes. Pero a ella le gustaba muchísimo, le excitaba.
No, por favor no sean mal pensados, no era una excitación sexual ni libidinosa –aunque lo parezca– se trataba de algo más profundo. Encontraba en el acto un erotismo tan puro, tan sensual, que le reconectaba con su ser femenino a través de su cuerpo y esa pequeña boquita.
Cada vez que lo hacía se llenaba de luz, como si una magia extraña se transportara en la leche blanca de su seno. Aquella criatura la miraba con unos ojos de estrella negra, mientras su boca vampírica succionaba la sustancia cósmica. Entonces el calor encendía ese hilo que corría desde su interior, más allá de su pecho, hasta las entrañas del pequeño ser que la consumía.
Había algo, nunca supo explicarlo, que la hacía sentir tan plena, como si su existencia entera comenzará a girar vertiginosamente. Le recordaba el fuego en el que somos concebidos, en el que ella misma había engendrado, y revivía aquel placer sexual ahora transformado en algo mucho más grande; en vida.
De su vientre brotaba una energía roja que se esparcía por todo su cuerpo para luego condensarse en el pecho, muy cerca del corazón. Le gustaba imaginar que se trataba de la energía cósmica que todos tenemos, ese cachito del todo que se esconde en las células, así cuando le alimentaba recordaba el mito de la vía láctea y los dioses antigüos. Ella misma era una diosa.
Y en los ojos del lactante veía reflejado ese cosmos, y veía que él lo sabía, por eso chupaba ávidamente las galaxias blancas que su madre le ofrecía. Esa mirada le parecía como un hoyo negro; en cada parpadeo era un mundo devorado, un diminuto fragmento de eternidad.
Siempre había querido conocer el universo y terminó encontrándolo en su sostén, por eso le gustaba tanto amamantar.
Comentarios
Publicar un comentario