El amor es susurro

 


Por Fénix Figueroa

En estos tiempos modernos el amar parece ser un acto de rebelión. Los jóvenes –principalmente– se esfuerzan tanto por ser el que menos ama, porque el amor es cosa de tontos y de cursis. Entre más chiquito y discreto sea el cariño mejor –¿será que el minimalismo ha alcanzado también a los sentimientos?– de modo que vamos por la vida cargando con te quieros y te amos bonsái, asegurando bien las ramas para que no crezcan.

Las cursilerías se quedaron en las cartas de los abuelos o en las letras de Agustín Lara y otros eternos enamorados. Hoy en día decir 'te amo' es como declararte terrorista en un vuelo internacional; no solo te vuelves un temerario que no le importa arriesgar la vida, también te conviertes en criminal. Amar en un mundo de falsos ideales y consumismo es ilegal.

Pero si dejamos los sentimientos un poco de lado podremos notar que no solo se trata de ellos, el placer también está encarcelado tras las rejas de un supuesto pudor, sentenciado a cadena perpetua por un verdugo llamado el qué dirán.  Y disculpe usted pero en esta prisión las visitas conyugales están pendientes de aprobación, previo soborno a la moral.

Las parejas se entregan en la mayor oscuridad posible –aún si es medio día– permitiendo el irreconocimiento del ser imperfecto, del principe más bien verde y la princesa más bien de cuento de terror, de esa realidad tan alejada de los estándares de Victoria Secret, Calvin Klein y Colgate. Si no me cree usted, entonces justifique las gruesas cortinas en los cuartos de hotel.

Y las sombras no es el único requisito, también lo es el volumen bajo, lo más cercano posible del silencio. No grites porque el vecino va a escuchar, ¿qué vaya a pensar doña metiche?. Háblale sucio pero al oído, no vaya a escuchar la mosca que va pasando, si se profesan su amor que sea con señas porque luego las paredes tienen oídos y se vayan a emocionar. Ah y usted no puje que es machito y los hombres no hacen eso vea', se le vaiga a caer la hombría.

Así, entre escenarios oscuros oscuros y sonidos ahogados ahogados, el amor se va pareciendo cada día más a una mala película blanco y negro, para colmo con protagonistas que actúan tan mal como los de la flor de Lupita (mexican reference). Prohibido gritar, prohibido gemir y, sobre todo, prohibido gozar.

Las personas no deberían esconder la alegría de un buen amante, una buena cogida o de algo todavía peor, un buen cariño. Si nos decidiéramos a dejar de lado la mojigatería  no solo seríamos más felices, también funcionariamos mejor como sociedad. Tan solo imaginen la dicha de realizar un trámite y ser atendido con amabilidad: "¿Durmió bien señor?... en un momento resolvemos su problema... no se preocupe si ha olvidado sus documentos".

El problema radica en dos cosas –aunque bien podrían reducirse a una sola– la primera es la educación tradicional que venimos arrastrando por generaciones, a través de cientos de años, en la que se nos enseña que si la mujer disfruta es puta y  que el placer masculino se traduce en fluidos. El producto de ello son mujeres infelices/insatisfechas y varones reprimidos. 

La segunda es la producción mediática de Barbie's y Kent's, cuyos rostros y cuerpos nos bombardean diariamente para vendernos la idea de que así deberíamos lucir. Es un conjunto racial y clasista del que todo nazi estaría orgulloso: cara (los rostros picasianos no nos interesan), complexión (¿talla nueve, no querrá decir XL?) , color de piel (disculpe usted señor mole, no es bienvenido aquí), color del cabello (híjole se le asomaron sus raíces humildes), estatura (prohibido el paso a liliputienses); del intelecto no tenga mucho cuidado.

La industria no solo se encarga de recordarnos lo imperfectos que somos, también se interesa profundamente en sembrarnos estándares de vida que van desde que y como comer, vestir, amar y hasta follar. De esta última se encarga la fábrica más grande de fantasías irreales conocida como pornografía (oh yeah baby fuck me, splash, give me more, ah, ah). Nadie quiere una robotina en la cama, pero nadie quiere aceptarlo tampoco (Cristo te vigila). ¡Ah! pero nadie se explica porque proliferan las infidelidades.  

Pero, pese a toda la retahíla de quejas anteriormente citadas, quizá lo mejor sea que el amor siga siendo un susurro quedito dicho al oído después de haberse despotricado en la cama, porque de este modo nadie intentaría arruinar la dicha ajena (oiga vecino, por favor, si va a hacer el amor con su mujer no hagan tanto ruido que luego los niños piden explicaciones, ¿cómo que usted se va a trabajar todos los días? Fíjese que no sabía).

Sigamos susurrando amores antes de que el silencio nos alcance.


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