Música para palomas

 Por Fénix Figueroa

Debo confesar que me he convertido en una clase de voyerista alimenticio.



Desde hace un tiempo he estado ausente de mí misma, de lo que soy en realidad: esos pasatiempos, las pasiones y el oficio de escribir por gusto y no por orden de un patrón. Es el trabajo quien acapara mis horas y cansa mi mente, que me mantiene aletargada y sé que soy tan solo una más de los millones que lo viven. Pero no es queja, en verdad tener trabajo es algo favorable para personas ansiosas y de mente traicionera como yo.

Laborando desde casa me he convertido en una especie de prisionera voluntaria, como aquellas víctimas que desarrollan el síndrome de Estocolmo, donde yo misma soy mi captor. Aislada en mi habitación, en mi pantalla, la única fuga visual que me queda se manifiesta a través de la ventana, donde he podido presenciar, por increíble que parezca, historias interesantes que no relataré el día de hoy.

En la soledad de mis labores me acompaña siempre un elemento sonoro, ya sea algo de música repetida o un capítulo de podcast que me generará más ansiedad, pero también me acompañan por breves momentos unos compañeros emplumados que se han convertido en capataces tiranos.

Resulta que una mañana descubrí a un par de tórtolas (¿se han dado cuenta que siempre les llamamos palomas indiscriminadamente?) paradas en el alfeizar de mi ventana, picaban la barra metálica bajo sus patas y el cristal de una manera peculiar, con la cabecita ladeada me miraban y al acercarme se alejaron volando para pararse en el techo vecino a menos de diez metros de distancia. Desde aquel día decidí colocar alguna semilla, por lo general avena, en ese espacio para alimentarlas.

Y así han transcurrido los días: yo esparzo el cereal, ellas se acercan aún con cautela pese a las repetidas visitas, comen y me miran de reojo asomándose por encima de mis macetas como si vigilaran mis movimientos, yo trato de no moverme bruscamente para no asustarlas. En cuanto terminan vuelan de regreso al techo y al poco rato, si no coloco más alimento, se marchan para no volver hasta otro día.

Debo confesar que me he convertido en una clase de voyerista alimenticio, pues se ha convertido en una necesidad asegurar sus visitas diarias y al menos una de sus miradas brillantes. Ellas por su parte son cómplices de esta adicción, ya que se aseguran de tocar en el cristal por la mañana y volver a aparecerse cuando dispongo el alimento para ellas. A veces sus ojos me lo exigen, con esa autoridad como se hace con un esclavo.

Suelo hablarles y asegurarme de que puedan escuchar la música que oigo, aunque sinceramente a veces dudo si pueden hacerlo, si acaso entienden lo que es una melodía o las palabras tímidas que les dirijo. He notado que se acercan más a menudo con el rock. Me niego a pensar que esos seres pequeñitos, pachones y temerosos puedan ser en realidad aves punks y temerarias que bien disfrutarían de agitar la mata si la tuvieran.

De cualquier manera, ahora soy algo así como un sirviente para esos pajaritos, pero lo hago con gusto. He soñado que me vuelvo ave y vuelo a través de sendos bosques y llanuras, sin pensar en nada ni nadie y cuando despierto hay una tórtola tocando a mi ventana, buscando en su simpleza algo de comer.

Creo que más allá de servir a un ave, sirvo a mis ilusiones de libertad, aquellas que viven de este lado del cristal, pero se van volando entre sus alas, esas que me visitan diariamente y dejarán de hacerlo el día que no haya más alimento para ellas.

Comentarios

Entradas populares